26/9/17

Alemania no es el modelo


http://ctxt.es/es/20170920/Firmas/15150/alemania-pobreza-desigualdad-merkel-exclusion.htm

 Miguel Urbán, Daniel Albarracín y Fernando Luengo son, respectivamente, coordinador y miembros de la Secretaría de Europa de Podemos.

Se ha convertido en un lugar común presentar a la economía alemana como un modelo a seguir y un ejemplo de buenos resultados. Los obtenidos en materia laboral y de equidad constituyen, en nuestra opinión, una de las piedras angulares de cualquier balance. El enfoque convencional (y dominante) ha convertido en un lugar común referirse a Alemania, como si las diferencias sociales no existieran o fueran irrelevantes, y como si las condiciones de vida de todos los habitantes que forman parte de ese país mejoraran en mayor o menor medida con la recuperación de la actividad económica.
Se argumenta que la creación de puestos de trabajo ha avanzado a buen ritmo. Y es verdad. El nivel de ocupación en 2016 era un 8% superior al de 2007 y la tasa de empleo, en porcentaje de la población activa, era casi 6 puntos porcentuales superior a ese nivel. Todo ello ha supuesto que la tasa de desempleo se encuentre en niveles históricamente bajos, muy inferiores a los existentes antes de que estallara la crisis: 4,4% en 2016 frente al 8,5% de 2007. Eurostat pronostica que este resultado mejorará en el bienio 2017-2018. En paralelo a la creación de empleo, los estándares salariales también han mejorado; de este modo, la compensación promedio por empleado en términos reales (utilizando el deflactor del índice de precios al consumo) ha crecido entre 2014 y 2016 a tasas próximas al 2%.
Pero vayamos más allá de los grandes datos; pongamos la lupa en el panorama laboral y social alemán.
El índice de Gini, ratio que mide la desigualdad monetaria y que puede alcanzar valores comprendidos entre 0 y 100 (máxima equidad e inequidad), nos devuelve la imagen de un país donde ha aumentado la desigualdad en los últimos años, con un valor del índice que coloca a Alemania en el tramo de países más inequitativos de la Unión Europea, con un valor en 2015, último año para el que Eurostat ofrece información estadística, de 30,1. Todavía resulta más revelador la aplicación del mismo índice a la riqueza detentada por los individuos. Según la base de datos Global Wealth Databook 2016, elaborada por el Research Institute del Credit Suisse, en este caso más que duplica el valor anterior, hasta alcanzar el 78,9.
Si ponemos el foco en el tramo inferior de la escala distributiva, observamos que la crisis no sólo ha golpeado a los más vulnerables, sino que la recuperación de la economía no ha mejorado de manera sustancial sus condiciones de vida. En este sentido, resultan especialmente llamativos los ratios que miden el porcentaje de la población en situación de pobreza o exclusión social y la pobreza. El primero de ellos afectaba en 2015 al 20% de la población (más de 16 millones de alemanes); y el segundo nos dice que un 15% de la misma (más de 12 millones de personas) vivía en ese año por debajo del umbral de la pobreza. Todo ello, no lo olvidemos, en un contexto de crecimiento económico, cercano al 2% anual. En definitiva, un país de millonarios con millones de pobres.
El contrapunto de esta situación se encuentra en la creciente concentración de la renta y la riqueza. Los grupos sociales situados en la cúspide de la estructura social han conservado casi intactas o incluso han reforzado sus posiciones de privilegio. Con todas las reservas que cabe formular a la información disponible (limitada y sesgada), las estadísticas apuntan con claridad en esa dirección. Según el Credit Suisse, el 2,4% de la población adulta tenía en 2016 una riqueza superior al millón de dólares. El 10% más rico concentraba en 2016 el 64,9% de la riqueza, el 5% el 50,1% y el 1% el 29,5%.
Mención aparte merece lo acontecido en el mercado laboral. Es cierto, como hemos señalado antes, que el ritmo de creación de puestos de trabajo ha sido intenso, pero la calidad de buena parte de ellos es endeble. Se trata de empleos a tiempo parcial y de bajos salarios (popularizados con el nombre de minijobs), que a menudo reemplazan empleos a tiempo completo. En 2016 casi 11 millones de alemanes trabajaban a tiempo parcial (declarando una parte importante de ellos que desearían trabajar a tiempo completo), lo que significaba 400 mil más que en 2014 y 1.236 mil por encima de los que existían en 2007. En términos porcentuales, los trabajadores empleados en estas condiciones representaban en 2016 el 26,7% (26,5% en 2014 y 25,4% en 2007). La precariedad asociada a los trabajos a tiempo parcial y las bajas remuneraciones percibidas por los mismos explica el considerable número de alemanes obligados a tener más de un trabajo; según Eurostat, más de 2 millones en 2016, 227 mil más que dos años antes y 783 mil más que en 2007 (estos datos también ayudan a relativizar las cifras de creación de empleo)
La participación de los salarios en el PIB se ha mantenido en estos últimos años en el entorno del 56%, tres puntos porcentuales por encima de los registros de precrisis, pero todavía lejos de los valores que este ratio tenía en 1999. Tomando este periodo más largo como referencia, encontramos que la compensación promedio por empleado en 2016 tan sólo ha aumentado un 8,2%; en ese mismo lapso de tiempo, la productividad real ha progresado un 11,2%. Los datos de salario promedio ocultan las disparidades existentes, muy significativas, entre los diferentes grupos de trabajadores. Oculta, en definitiva, que el abanico salarial se ha abierto. En efecto, las cúspides empresariales han mantenido su patrón retributivo (en el que las rentas del capital suponen una parte importante), mientras que los colectivos situados en los tramos medios y, sobre todo, bajos han perdido capacidad adquisitiva.
A grandes rasgos, este es el panorama social y laboral de Alemania. Nos parece evidente que este no es el camino y que, por supuesto, en esta trayectoria no hay ningún modelo a seguir. La superación de la crisis exige un cambio sustancial en las políticas aplicadas por el gobierno conservador de Angela Merkel y antes por el socialista Gerhard Schröeder.
Los salarios tienen que aumentar, para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores y para impulsar la recuperación de la actividad económica. Como regla general, las retribuciones de los asalariados tienen que crecer en línea con la productividad más el objetivo de inflación (en mayor medida las de los grupos de población que, en mayor medida, han perdido capacidad adquisitiva), más un porcentaje que compense la brecha generada con el resto de socios comunitarios en el período de drástico ajuste a la baja de los salarios. Asimismo, dadas las extravagantes retribuciones de las elites empresariales creemos necesario introducir el debate sobre los límites que debe alcanzar el abanico salarial, tanto mejorando el salario mínimo interprofesional como topando los salarios más altos.
Para avanzar en esta dirección, teniendo en cuenta el enquistamiento de la precariedad y la pobreza en Alemania, resulta imprescindible introducir en la agenda política la democratización del mundo del trabajo. Es un imperativo, en este sentido, empoderar a los y las trabajadoras en la definición de objetivos y procesos de trabajo, reforzando el poder sindical y la negociación colectiva.
Es evidente que la responsabilidad del gobierno en este viraje es clave, aumentando el salario mínimo, extendiendo y mejorando los servicios sociales, garantizando que especialmente llegan a los colectivos más vulnerables, mejorando las retribuciones de los trabajadores públicos, promoviendo la contratación a tiempo completo y penalizando la fraudulenta e introduciendo reformas fiscales, con un fuerte carácter progresivo, en materia de beneficios y patrimonio. Nada que ver en definitiva con la rígida, autoritaria e insolidaria política de austeridad presupuestaria actual, impuesta a la ciudadanía alemana, al conjunto de los pueblos de Europa y exigida al resto de economías europeas, especialmente a las meridionales, precisamente por un país que se ve privilegiado por una arquitectura europea que no pone contrapesos a la acumulación de superávits externos. Estos, en suma, tienen su espejo en los déficits externos de las periferias, que conduce a desequilibrios económicos que suponen una de las razones que obstaculizan la buena vecindad y que dividen a Europa.

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